Yo soy Dolor

Autor: Daniel La Greca

Prólogo

– Encontraron el cadáver de una mujer –fue lo primero que dijo el oficial Franco Quaranta cuando entró en el despacho de la detective Alba Vargas, perteneciente a la unidad de investigación de crímenes aberrantes de la policía federal– Dicen que es algo espantoso.

– Siempre es espantoso Franco. Siempre es lo mismo. Sangre, cuerpos mutilados o quemados, dolor muerte, salvajismo. Ya es hora que te acostumbres a la muerte que nos rodea en este trabajo.
Alba se incorporó y se calzó su arma reglamentaria. Franco movió los labios para agregar algo, pero ella lo frenó en seco.

– Al principio me sucedía lo mismo. Todavía no pude sacarme esas primeras imágenes y visiones terribles de los primeros casos. A veces vuelven y me torturan en pesadillas o me asaltan cuando menos lo espero y las siento tan reales que incluso siento los olores que sentí y los gritos de sufrimiento de los familiares de las víctimas con las mismas voces. Pero he aprendido a convivir con ello.

– ¿Cómo? ¿Cómo lo hiciste? ¿Cómo puede uno acostumbrarse a esto? –le preguntó Franco deteniéndose en medio de la oficina.

Alba lo miró fijo, pero con dulzura.

– Para empezar no te creas nunca eso de que terminas acostumbrándote. En realidad nunca debería ser así, sino cual sería la diferencia entre el que comete los delitos y las aberraciones y el que se acostumbró a verlo, casi ninguna.

– Entonces… ¿Estamos condenados?

– No. No sé cómo explicártelo realmente. En realidad no sé si se puede enseñar, pero hubo un día en que todo se transformó en informes. Cuando lees un expediente simplemente lo lees, no estás ahí presente, lo lees con toda tu experiencia. Y eso me pasó un día. Es como si no estuvieras presente en realidad y solo estás leyendo un informe. Te duele, te causa estupor, pero no es lo mismo que estar ahí presente. Es una parte de nuestro trabajo, lograr abstraerse. Analizar todo y verlo como…

– Como la escena de un crimen –afirmó Franco terminando la frase.

– Exacto. Porque eso es… una escena. Por terrible que parezca, debes aprender a verlo como una foto o un cuadro, o un video si te gusta más, como si no estuvieras presente. Es la única manera de hacerlo bien porque incluso con dolor o rabia o sufriendo o impotencia te perdés los detalles más importantes. Esos que, casi siempre, son los menos visibles, los que están ocultos entre la sangre y la muerte… Y el dolor. Entendés.

– Si claro que entiendo. Y te agradezco que compartas esto conmigo.

Alba le sonrió. Él le devolvió la sonrisa y enarcó las cejas.

– Ahora no creas que con esto tengo más experiencia o soy mucho más vieja que vos –dijo Alba tratando de apaciguar las aguas.

– No. Por supuesto –agregó Franco– Jamás diría que tenés 20 años más que yo. Soy un caballero.

– A sí, mirá. El otro día te recuerdo que creían que era tu hermana menor y cuando tomes un poquito de valor hacemos unas cuantas pruebas físicas a ver quién es el más viejo de los dos.

– El del otro día era uno al que le gustas, lo sé, y quizás deberías aceptar si te invita a salir o algo por el estilo. En cuanto a eso de competir, envidio tu estado físico y créeme también tu belleza. Pero tu documento va a seguir diciendo 20 años más y creo que también vas a seguir estando por encima mío en el escalafón.

– Sí. Pero eso no es cuestión de edad es porque soy mejor detective.

– Jaja. Está bien. Tú ganas. Es imposible ganarles a los ancianos; se saben todas las artimañas.

Los dos rieron como hacía tiempo no lo hacían, pero enseguida volvieron a la realidad.

– Contame un poco más de ese cadáver que encontraron –preguntó Alba.

– Mirá lo único que te puede decir es que fue el principal Gutiérrez quien me llamó y me dijo que era terrible. Y si hay alguien curtido y duro en este departamento es el principal Gutiérrez.

– Entonces no perdamos más tiempo y vamos. Por suerte no como desde la mañana.

Franco se quedó pensativo, como si Alba hubiera dicho alguna frase de esas que quedan en la historia de la humanidad.

– Nunca te lo pregunte Alba. ¿Vomitaste alguna vez?

– No. Nunca, en serio, por suerte no me produce asco ni la sangre, ni la carne muerta o descompuesta. Y espero que continúe así.

Tomaron el ascensor y descendieron hasta el estacionamiento del subsuelo en un silencio total. Ambos estaban ensimismados en sus propios pensamientos; cada uno en particular preparándose para lo que venía.

– Sabes que recién has dicho una gran verdad que me dejó pensando –sentenció Alba mientras descendía del ascensor y enfilaba hacia la patrulla.

Franco la miro sorprendido y buscó en su memoria qué había dicho de bueno, pero no encontró nada. Incluso llegó a la conclusión que había sido Alba la que había dicho grandes verdades.

– ¿Qué cosa dije? –preguntó Franco.

– Que a Gutiérrez no hay nada que lo pueda aterrorizar o intimidar.

Segundos después entraron en la patrulla y arrancaron con violencia; dejando una marca de futilidad en el pavimento.

Una hora más tarde llegaron a la casa donde la policía federal había encontrado el cadáver de la mujer. Un oficial uniformado los recibió al pie de la escalera y los acompañó al interior. La vivienda se hallaba en las afueras de la capital; lo suficientemente aparatada como para cometer un ilícito en el más completo anonimato. El arquitecto no se había preocupado por la estética de la vivienda, notó Alba; más bien parecía construida por su propio dueño; con más maña que oficio.

Era curioso pensó Alba mientras observaba la fachada de la vivienda. Casi todas las casas de las víctimas y las habitaciones donde se habían cometido asesinatos que ella había visitado siempre tenían un aspecto lúgubre, primitivo y misterioso; se sentía como entrando en mundos de tinieblas. Pero ella sabía que se trataba de un engaño de la mente, una predisposición de encontrarse con lo peor. Y estaba segura de que sus instintos esta vez tampoco le fallarían.

Entraron.

Un penetrante tufo a muerte sacudió sus fosas nasales como un fantasma presagiando el terror.

La vivienda tenía dos ambientes y un único mueble: una cama, al fondo.

– ¿Qué tenemos aquí oficial? –preguntó Franco.

– Una mujer, blanca, de no menos de cuarenta años de edad. La encontramos maniatada a la cama, torturada hasta morir, aunque creemos que no fue justamente en la cama donde la torturaron –el agente miraba el techo como buscando respuestas imposibles– La mujer estaba reportada como desaparecida desde hacía varias semanas por la familia… Hasta hoy… Al parecer un desconocido llamó por teléfono a la madre de la víctima diciéndole dónde se encontraba la mujer y la manera cómo la había matado.

Alba observó el primer ambiente. El suelo era de tierra apisonada y a las paredes le faltaba el revoque. A la izquierda, en un sector del piso donde se encontraban unas pequeñas latas con algo parecido a pintura y manchas de sangre divisó una serie de marcas profundas en la superficie; como si un enorme depredador hubiera intentado enterrar su presa muerta.

– ¿Fue ahí? ¿Ahí la mataron no? –señaló Alba.

– Afirmativo señorita. Creemos que ahí mismo la torturaron. En todos mis años de carrera nunca vi algo parecido. El cadáver tiene todo el cuerpo tatuado, no le queda ni un solo milímetro de piel sin tatuar. Al parecer el asesino lo hizo con su propia sangre. Debe de haber sido una muerte espantosa y dolorosa.

– ¿Cuál sangre? ¿La de la víctima o la del asesino? –preguntó Franco.

– Todavía no se sabe, pero me aventuraría a decir que fue con la sangre de la víctima. Al parecer mezcló la sangre con distintos pigmentos y de esa forma logró las tonalidades con las que le perforó todo el cuerpo.

– ¿En esas latas las mezcló? –señaló Alba.

– Afirmativo, y esas marcas en el piso nos dan una idea del terrible sufrimiento que debió soportar esta pobre mujer. El forense asegura que la mujer estuvo consciente todo el tiempo mientras era torturada. Encontramos algunos frascos y jeringas para analizar, pero en principio se cree que contienen drogas que el maldito retorcido utilizó para mantenerla viva mientras consumaba su macabra obra de arte.

Las marcas eran demasiado claras, pensó Alba mirando el suelo… La víctima había estampado todo su tormento en el piso.

– Los forenses opinan que debió llevarle varios días completar el dibujo –continuó el oficial– Creen que no menos de tres. Debió de ser terrible. Después la llevó a la cama, la ató y la abandonó a su suerte. El cuerpo presenta todos los signos de haber muerto de inanición, probablemente luego de varios días de lenta agonía. Dicen que las infecciones pudieron acelerar el desenlace, pero también causarle serios dolores y picazones. Pobre mujer, seguramente luchó por su vida todo ese tiempo… Nadie merece morir de esa manera.

Alba asintió y observó que Franco miraba las latas consternado mientras el oficial continuaba con su relato. Hasta ese momento todavía ninguno de los dos había visto el cadáver, pero un frío de ultratumba ascendió por la columna vertebral de Alba. Sin quererlo se imaginó la terrible escena de terror que se había llevado a cabo ahí dentro, el extremo sufrimiento de la mujer y la aberrante soledad de una muerte cara a cara con un torturador impiadoso.

– ¿Encontraron algún mensaje entre los tatuajes? –Preguntó Alba– algo que el asesino pretende que sepamos

– No. Nada. Es curioso, hasta ahora no encontramos ni letras ni palabras, solo un amasijo de caras y manchas.

– ¿Caras?… ¿Qué quiere decir con caras? ¿Rostros?

– Si, rostros; como esos cuadros que muestran las cámaras de torturas de la época medieval y a los condenados gimiendo de dolor. Pero no se gaste en preguntar. No son rostros que podamos rastrear, son más bien como… Difuminados… Como fundidos con el entorno… La escena es dantesca, hay muchas llamas y fuego y en esas llamas rostros. Pero mejor pasen a verlo ustedes mismos.

Dominados por la curiosidad y el terror Alba y Franco entraron en el dormitorio sin mirarse.

Entonces todo sucedió como en cámara lenta. A medida que Alba entraba en la habitación, a cada paso y movimiento de sus ojos, su alma se iba llenando de oscuridad; de obscena oscuridad.

El cuerpo de la mujer se encontraba rodeado de sus propias secreciones, con un rictus de dolor infinito retenido entre sus labios. Alba contuvo un segundo la respiración al observarlo sólo para no gemir. Las muñecas y los tobillos de la víctima presentaban profundas escoriaciones, seguramente producto de su lucha por soltarse de las ataduras de la muerte, pensó Alba.

Era cierto comprobó. No quedaba ni un solo milímetro de piel sin tatuar. Sin embargo, casi sin quererlo, notó algo llamativo en los dibujos. Un patrón común. Un sentido. Mientras el forense les mostraba los rostros atormentados y las llamas dibujadas en la piel de la víctima Alba se quedó al pie de la cama observando.

Los hematomas, las hinchazones y las zonas infectadas de la piel le infundían cierta profundidad a la macabra obra, comprobó.

Y al fin lo comprendió.

La representación pareció tomar vida.

Las llamas.

El fuego.

El tormento.

El mundo cambió cuando su alma comprendió el significado no tan oculto de esos tatuajes y la realidad volvió a su ritmo habitual, o con más aceleración aún.

Y entonces, Alba, sin quererlo, se tragó su propio vómito.

El infierno comenzaba.


Parte 1


“Reinado”



Tenían cabello como cabello de mujer; sus dientes eran como de leones;

Sus cuerpos estaban protegidos con una especie de armadura de hierro y el ruido de sus alas era como el estruendo de muchos carros de caballos corriendo a la batalla;

Sus colas armadas de aguijones parecían de alacrán; y en ellas tenían poder para dañar a los hombres durante cinco meses.

Y tienen por rey sobre ellos al ángel del abismo, cuyo nombre en hebreo es Abadón, que significa El Exterminador.

Apocalipsis 9. 8–9–10–11





Todo no es más que hipnosis. Los malditos son aquellos que admiten el ser malditos. Si estuviéramos más próximos a lo real, seríamos razones traducidas delante de un jurado de fantasmas.

Charles Fort “El libro de los condenados”.

En las afueras del campo de equitación, en el estacionamiento, alguien esperaba, oculto, ansioso, ladino, funesto. Esperaba el momento preciso para entregar todo su dolor, acechando entre las sombras, oliendo el temor, agazapado, como un depredador al acecho.

Era una mañana fría, el otoño se resistía a la muerte y un grupo de nubes amenazadoras conquistaban el horizonte. El día resbalaba indefectible hacía la tormenta, pero el aroma del ozono y el tufo a estiércol de caballo no lograban amedrentar a Magdalena Rodríguez, que trepó sobre el lomo de su caballo, chasqueó la fusta y empezó a trotar ante la mirada atenta de su madre Elizabeth y de Ezequiel, su entrenador personal de equitación.

– Es fantástico lo que has conseguido con Magdalena Ezequiel –le dijo Elizabeth al entrenador– Te felicito. Ella misma es consciente de cuanto ha mejorado. No hace más que repetírmelo a toda hora. Ezequiel es un genio mami, es un genio, dice. Y tiene razón. Lo que más me impresiona es la manera como se mantiene erguida mientras cabalga.

– Es una treta que le enseñe para conquistar a los jueces. Mantenerse erguida da la sensación de que controla la situación todo el tiempo.

– Viejo zorro.

– Gracias. Son los años. Pero aunque no lo creas también es una manera de transmitirle seguridad y personalidad al caballo.

– Te creo. Eso es lo que noté.

Magdalena trotó cerca de su madre y le sonrió.

Elizabeth le sopló un beso orgullosa.

– Sigue acomplejada con su edad –preguntó Ezequiel.

– Si, desde que cumplió los once que no para de atormentarse con eso. Y tiene razón, nadie le da la verdadera edad que tiene, diez u once es lo más cercano que logra; y eso que tiene el cuerpo bastante desarrollado como para una niña de trece, pero el rostro aniñado no la ayuda lamentablemente para ella.

– Yo siempre le digo que eso de parecer una niña es beneficioso. Puede influenciar en los jueces verla como una niña.

– Puede ser, pero a ella en realidad le preocupa que nadie la vea como lo que realmente es: una adolescente, o una futura mujer.

Magdalena tenía el cabello extremadamente largo y lacio y lo llevaba atado con una gomita por detrás de la espalda. Tenía los ojos ligeramente verdosos y cuando fijaba la vista tendían a ponerse bizcos. El rostro redondeado, la nariz y los labios pequeños y los cachetes eternamente ruborizados no hacían más que acentuar esos rasgos de niña pequeña que a ella tanto le molestaban.

Antes de emprender la carrera para saltar el siguiente obstáculo Magdalena gritó:

– Este va por vos ma.

Sabía del extraordinario esfuerzo que hacía su madre para que ella pudiera cumplir su sueño de cabalgar. El alquiler de un caballo, el entrenador, el club, la ropa, la equitación en si era una actividad de familias adineradas y ellas no lo eran; todo lo contrario, Elizabeth era una humilde enfermera de hospital y para poder mantener las pretensiones de su hija debía hacer grandes esfuerzos con la economía casera. Magdalena sabía que su madre no se compraba un buen par de zapatos desde hacía ya varios años, inclusive consumía fines de semana enteros cosiendo y descosiendo trajes y vestidos para formar nuevos trajes y vestidos.

– Está trotando y saltando para ti Elizabeth –sentenció Ezequiel.

– Sí. Ya lo sé –aseguró ella y se tragó el orgullo que se le había quedado trancado en la garganta.

– Quería aprovechar Elizabeth para decirte que no pienso cobrarte ni este mes ni el otro.

– ¿Qué? No Ezequiel. No, eso no puedo permitirlo. Es tu trabajo, además lo que lograste con Magda es increíble.

– No te creas eh. Magda es un diamante en bruto y de la más alta calidad. Además estoy seguro de que con el tiempo llegará a grandes cosas y ser el entrenador de una futura campeona me va a dar tanta categoría como dinero en el futuro.

– Pero no…

Ezequiel levantó suavemente la mano interrumpiéndola.

– Elizabeth… Sé de tus esfuerzos, sé que casi no te alcanza… Decime… ¿Cuándo fue la última vez que saliste a pasear con un amigo o una amiga? ¿Cuándo fue la última vez que dedicaste unos pesitos a vos misma? Entendeme… A mí no me va a hacer ni más ni menos rico, pero si me va a ser feliz, muy feliz no cobrarte por lo menos por unos meses. Especialmente mientras Magda este en las competencias. Incluso estoy en tratativas con el club para que le reduzcan el alquiler, ellos también saben que Magda está para grandes cosas… Y sin peros por favor… No es ni por caridad ni por lastima, no pienses mal, es una necesidad que tengo.

Elizabeth no le contestó. Lo miró a los ojos y se lo agradeció con la mirada. Por un instante Elizabeth creyó ver algo más que simple ayuda y orgullo de entrenador en la sonrisa y la mirada de Ezequiel, pero aparto la vista y observó a Magdalena descendiendo del potrillo y dirigiéndose contenta hacía ellos. Ezequiel era un buen hombre y pese a sus cincuenta años era un hombre guapo. Elizabeth todavía era una mujer apetecible o así lo creía ella, pero no tenía tiempo para dedicarles a los hombres; su vida se había transformado en trabajo, cuidar de su hija y más trabajo.

– Hoy tenemos la fiesta de aniversario por los cuarenta años del hípico –le cortó Ezequiel– No sé a ti pero a mi todos los años me sacan el cuero porque voy solo… A la mayoría de mis alumnos y sus familiares les divierte eso, a mí me da lo mismo, pero este año me gustaría romper la rutina y aparecer acompañado de una mujer hermosa e inteligente.

Magdalena se acercaba, pero se detuvo suponiendo que se trataba de una conversación sería y les hizo señas de que llevaría el potrillo a la caballeriza.

– Harías eso por mi Elizabeth, me encantaría que me acompañaras a la fiesta de hoy –terminó la frase como si estuviera hablando del clima, o de la necesidad de poner las luces de giro al doblar en una esquina.

A Elizabeth el corazón se le frenó en seco; no sabía que decir; de su contestación dependía todo; si contestaba que si rápidamente parecería una desesperada; y si empezaba a dar vueltas una histérica.

– Tampoco es solamente porque no quiero ir solo… No me malinterpretes… Charlar contigo es algo increíble y creo que eres la mujer más inteligente que conozco… ¿Y?… ¿Qué decís?… ¿Venís conmigo?

Elizabeth afirmó con la cabeza, dulcemente. Luego, casi sin despedirse, se dieron la espalda y salieron disparados, carcomidos por la vergüenza como dos adolescentes, como si fueran contendientes de un duelo victoriano.

Elizabeth se dirigió apresurada al estacionamiento para calentar el auto mientras Magdalena se despedía de Ezequiel.

La mañana sucumbía. El sol goteaba débil a mitad del cielo.

La escarcha brillaba en la escalinata de la vereda. Gotas de roció centelleaban como luciérnagas en el capot del auto.

Un viento helado, proveniente del este, agitó su cabello.

Abrió la puerta del auto, pero se detuvo un segundo antes de entrar. Se sentía observada, como si el mundo estuviera a punto de abalanzase sobre ella. A lo lejos divisó un misterioso Renault Megane verde metalizado detenido entre unos árboles. Un remolino de hojas secas revoloteaba entre las llantas.

Al volante aguardaba una figura masculina. Estaba segura de haber visto el mismo Renault estacionado desde hacía varias horas ahí, por lo menos desde que habían llegado al hípico a primera hora de la mañana.

Apartó la vista, pero continuó observando por detrás del hombro y experimentó una extraña sensación de vulnerabilidad. Como ese miedo escalofriante que se siente antes de prender la luz al entrar en una habitación a oscuras, o esa sutil premonición de que alguien nos acecha en la espalda y aparecerá libidinoso por detrás del espejo.

Miró hacía el otro costado; Magdalena se acercaba arrebujada en el abrigo. Le sonrió; no ganaba nada con asustarla, se dijo. Probablemente se trata de un padre esperando a su hijo, por qué razón tenía que tratarse de algo malo.

Entraron al auto, lo puso inmediatamente en marcha y, sin llegar a encender la calefacción, arranco y se marchó.

En el interior del Renault la figura masculina vigilaba, calculaba, soñaba, oscura, acechando.

Esperaba el momento justo, como un león acosando oculto entre la llanura, de cara al viento para ocultar su pestilencia.

Su tufo a muerte.

El hombre bajó del auto y observó sus facciones reflejadas en el parabrisas. Su rostro ya no era el que recordaba. Como tampoco recordaba su verdadero nombre. Como si aquel título “Abadón el exterminador” que un día había visto en la tapa de un libro de Ernesto Sábato hubiera sido pensado y destinado para él.

El… “El señor del dolor”… El único ser vivo capaz de arrebatarle en la muerte el trono al demonio.

Más tarde descubrió que Abadón era una palabra hebrea que a veces significaba “destrucción”; y, en el nuevo testamento para nombrar a uno de los Ángeles del Apocalipsis, el “ángel del abismo”; el Quinto; que caminaría sobre los cadáveres de los impíos trayendo todo su dolor.

La mayoría de las personas consumen sus vidas pensado en la muerte; torturados por sus pecados; intentado portarse bien para acceder al paraíso. Cualquiera sea la religión a la que pertenecen, catolicismo, judaísmo, budismo, los seres humanos buscan la misma meta, superar el purgatorio acumulando buenos actos, pero Abadón no. Abadón ansiaba entrar en el infierno. Ansiaba conquistarlo. Buscaba transformarse el mismo en el mayor terror de la humanidad, fuera cual fuera ese terror y en esa premisa fundamental basaba su existencia.

Lo supo desde que tenía tan solo catorce años de edad. Supo que había nacido para destacarse, para reinar entre el común de los mortales.

Que los demás sucumbieran ante el temor de una muerte aburrida, decía.

A él lo esperaba un destino de grandeza y poder.

De inmediato comprendió que para alcanzar su destino debía aterrorizar, matar, desgarrar, torturar y destilar sufrimiento. Al principio recorrió el país llevando consigo su macabra obra sin contentarse solo con matar. Sabía que para alcanzar el objetivo místico de su vida debía, además, conseguir el dolor supremo. Si lograba que sus víctimas, antes de morir, experimentaran el umbral del dolor tendría más posibilidades que los demás aspirantes. Y Abadón estaba seguro de que había otros aspirantes acosando por las calles, detrás de los árboles, planeando sus próximos pasos, acechando entre las miserias ajenas.

Sin embargo sus víctimas serían únicas, entrarían en el reino de los muertos anunciando su llegada. Transportando en sus almas todo el horror, el miedo, la crueldad y las imágenes de un espíritu impiadoso y poderoso.

Estaba absolutamente seguro que nadie podría presentar un historial de sufrimiento y horror como él.

El señor del dolor, como gustaba titularse.

Además de su reinado de terror Abadón contaba con un punto a su favor. No le bastaba con presentar sus asesinatos y torturas; sabía que difícilmente alguien en vida hubiera alcanzado la magnitud de su obra, sin embargo, también había transformado su cuerpo en un mapa del sufrimiento; torturándose a sí mismo, lastimándose, lacerando su carne.

Cuando tenía catorce años, en su pueblo natal, fue víctima de un incendio que arraso con toda su casa.

Fue ahí, en ese instante, mientras las llamas le abrazaban la piel que conoció su destino. En el dolor supremo que padeció ese día comprendió que el mismo, además de entregarlo, debía experimentarlo.

El señor del dolor era dador y recibidor del sufrimiento.

Seré invencible. Nada ni nadie, vivo o muerto, podrá causarme más dolor que yo mismo, pensaba.

Las quemaduras de tercer grado jamás cicatrizaron. Debido al fuego en varias zonas de la espalda, en las piernas, el brazo derecho y el pecho la epidermis había desaparecido incinerada; por esa razón debía utilizar a diario un traje de nailon de alta densidad para separar la carne de la ropa común, además de para protegerla de los gérmenes.

En los días calurosos debía embadurnarse en cremas para quemaduras, de otra forma se le hacía imposible moverse. Pero, por supuesto, Abadón jugaba con eso. El ardor no lo amedrentaba, todo lo contrario, lo amaba.

Un día tuvo una idea y la fue amasando a través de los años. Mientras iba matando y engendrando dolor; mientras su cuerpo se iba cargando de más lastimaduras y laceraciones, comenzó a tatuarse aquí y allá aprovechando las marcas perennes de esas cicatrices que la mayoría el mismo se había causado. Se paraba frente al espejo, las observaba y esperaba que ellas mismas le expresaran con que tatuajes transformarlas en obras de arte.

Ese día se desnudó frente al espejo y se dejó llevar por las quemaduras.

Lo que vio le cambiaría la vida para siempre.

Vio una bestia enorme, blasfema, retorcida. Todo su cuerpo transformado en un animal maldito, latiendo, preparado para la estocada final. Se imaginó el terror que le causaría a sus nuevos proyectos, (como él solía llamar a sus víctimas), cuando estuvieran indefensos ante la bestia en que convertiría su cuerpo. Las víctimas llevarían en sus almas esa imagen de poder grabada por el terror y un sentimiento de sumisión sin igual. Sería legendario entre los muertos. Su sola presencia haría temblar las paredes del averno. Aún antes de entrar en el reino de la oscuridad los demonios ya le tendrían miedo, pensaba.

Pánico al señor del dolor y a la criatura en que podría convertirse.

Esa misma tarde visitó a un artista del tatuaje conocido por sus dibujos oscuros y demoníacos. El artista tenía un pequeño local en el fondo de una galería de la capital. Era un hombre miserable, físicamente enfermo, flaco y fibroso, lleno de marcas de acné y tatuado hasta en las orejas.

Abadón imaginó que el hombre, seguramente, se había tatuado intentando ocultar su propia fealdad, transformándola en una fealdad artística. Justo como Abadón pretendía: transformar su dolor, su cuerpo lacerado, en una fiel representación del horror del hombre. El hombre lo recibió vestido con una campera de cuero con tachas y con AC–DC sonando a todo trapo desde dos parlantes casi tan altos como el mismo artista. Varias fotos de hombres y mujeres tatuados colgaban de las paredes, mostrando sus decisiones.

El hombre le mostró su carpeta de dibujos. Abadón descubrió que varios de ellos eran tapas y fotos de discos de conjuntos de rock pesados levemente adulterados. También le mostró una carpeta con los tatuajes clásicos, desde los más naif hasta las letras filigranadas.

– Estos los dejo para los chicos que recién se tatúan por primera vez. –le mostró el artista– Son unos inconscientes. No saben realmente lo que es tatuarse, creen que es una moda que hay que seguir. Un día despiertan y como la noviecita se tatuó una mariposa en la panza ellos deciden imitarla y se llenan la cara de alfileres como si con eso funcionaran mejor en la cama. Esto es para toda la vida sabe… Se pueden corregir más tarde, o tapar, pero es un sacrilegio… Usted no me parece que venga por una noviecita ¿No?

– Por supuesto que no. Vengo por más. Va a tener que esmerarse por mí.

– A sí, no me diga, y qué tipo de dibujo quiere… No. Un segundo. Espere. Déjeme adivinar… Llevo varios años en esto.

El artista lo miró de arriba abajo, deteniéndose en sus ojos durante una eternidad.

– Realmente no tengo idea de lo que busca, pero creo que por cómo se detenía en los dibujos más oscuros me parece que eso es lo que pretende.

– Más o menos. En realidad deseo tatuarme un animal.

El artista le presentó otra carpeta atiborrada de dibujos de animales feroces mostrando sus fauces que a Abadón le parecían aburridas. Pero al final encontró lo que buscaba.

– Ah. Buenísimo –opinó el artista sonriendo– son mi especialidad

– Pero lo quiero más grande.

– ¿Cuánto más grande?

– Todo el cuerpo.

– ¿Qué?

– Sí. Todo el cuerpo, desde las piernas hasta llegar a mi cabeza. Como dispuesto a morder.

El artista inspiró y comenzó a calcular el costo de semejante obra. Abadón trató de que el artista entendiera exactamente cómo deseaba que fuera el dibujo y qué actitud debería tener la criatura. Antes de retirarse se desabrochó la camisa y le mostró el torso y la espalda escaldada, la multitud de cicatrices que tachonaban su piel. El artista pareció no inmutarse o sabía ocultar muy bien la impresión. Abadón convino en pagarle más de lo que el artista pretendía si se esmeraba, y le dejó una jugosa seña mientras este preparaba el boceto.

– Recuerde que debe parecer que está en el último segundo antes de matar.

Dos días después regresó. La expectativa lo había consumido. La idea del sufrimiento cuándo la aguja penetrara en las zonas más sensibles y quemadas de su cuerpo no lo permitieron dormir.

– Mire, estuve pensando –le previno el artista– Esto le va a doler mucho, creo que va a ser imposible hacerlo. Esas… Esas quemaduras, no me había fijado bien en ellas el otro día pero…

– Sí. Algunas están casi en carne viva, además tengo estos cortes y cicatrices que me gustarían que formaran parte del dibujo –el artista se preguntó cómo se había hecho tantas magulladuras, especialmente los tajos de la espalda que parecían hechos por las garras de un león o con un rastrillo– Pero no se preocupe, resistiré, jamás se detenga ante mi dolor estoy acostumbrado y preparado para esto.

– Pero…

– Si me desmayo despiérteme no quiero perderme ni un segundo del trabajo.

– Pero podía ser peligroso. ¿Por qué maltratarse de esa manera? ¿Por qué?

Abadón inspiró y expiró en un gesto de cansancio.

– Ya veo, ahora entiendo, la verdadera pregunta no es por qué, sino cuánto me va a costar ese por qué. ¿No?… ¿Qué le parecen unos cuantos dólares más?

– No. Se equivoca; no es cuestión de dinero es… Es…

– Entonces qué es. Creí que eras el indicado para hacer esta obra de arte. Te creía más duro pero veo que eso del rock pesado y los dibujos demoníacos son solo una máscara. Lo mío no es moda o la estupidez de un adolescente, es un culto, una especie de religión, de esto depende mi vida.

– Se lo repito no es cuestión de dinero ni creo que de valentía en realidad no sé si voy a poder hacerlo de esa forma.

– Perfecto. Si no podes no se habla más del asunto y listo. Cuantos meses tendrías que trabajar para juntar lo que hoy te pienso pagar por esta obra de arte, cinco, seis meses. Si vos no podes no hay problema me busco otro que pueda, que sepa la diferencia entre moral, sentimientos, arte y dinero y listo.

Abadón se levantó, le dio la espalda y se dirigió a la puerta. El hombre lo detuvo.

– Está bien… Está bien tranquilícese… Intentémoslo.

– No. Intentémoslo no… Hagámoslo.

El artista, ha pedido de Abadón, comenzó por las piernas, dejando las partes de mayor sensibilidad para el final. Fueron nueve horas. Nueve horas le tomó al artista dibujar aquella aberración en el cuerpo de Abadón. El artista perdió varios quilos de peso y supo que nunca más lo haría ni por todo el dinero del mundo. Jamás había visto el cuerpo y la piel de una persona tan lastimada. Para qué necesita más dolor, se preguntaba, si su cuerpo es un relato vivo del sufrimiento. Abadón le había pedido que utilizara los contornos de la carne quemada y su infinidad de cicatrices para darle profundidad a la obra. Pero el artista descubrió que muchas de las marcas no estaban bien cicatrizadas aún y que, la mayoría de las quemaduras, nunca habían cicatrizado.

Debajo de una fina capa de piel colorada y dolorosa asomaba la carne apelotonada, inflamada, ardiente, con toda la memoria del fuego aflorando por los poros.

Tres veces se había desmayado Abadón mientras la aguja laceraba sin piedad la piel más sensible.

Nueve horas de terror. Nueve horas y solo había dibujado el contorno, le faltaba el relleno y la parte frontal.

Abadón quiso terminar ese mismo día.

–No me importan las horas que faltan, yo puedo aguantarlo.

– Pero yo no. No es cuestión de aguante físico. El cansancio no me permite ya dibujar con claridad. Realmente creo que usted está decididamente trastornado, pero lo peor es que me traspaso su locura y quiero que esto se transforme en una obra maestra… Además, si lo que desea es el dolor, mañana la piel va a estar inflamada por los pinchazos de hoy. Tendré que pintar y dibujar sobre la piel ya lastimada. Hoy seguramente lo aguantaría pero mañana no creo… Si señor… Prepárese porque voy a llevarlo por el camino de un sufrimiento que jamás volverá a experimentar en toda su existencia… Si no se muere antes de un paro cardíaco.

Abadón sonrió creyéndole.

Volvió al otro día. Cualquier otro mortal hubiera dormido colgado; cuidando de no rozar la zona tatuada ni siquiera con su alma; incluso hubiera aparecido embadurnado en cremas, y aceites, pero Abadón no, Abadón disfrutó de la experiencia, aunque pensaba que iba a ser de mayor intensidad. Amaneció algo desilusionado, esperaba más sufrimiento, pero tenía esperanza que ese día y los próximos fueran como él los había planeado.

Fue mejor. Inclusive el acabado de la obra necesitó de un día más y al tercero la piel se había infectado en varias zonas, en especial donde asomaban las cicatrices del incendio.

El culto al dolor en su máxima expresión.

El señor del dolor ganándose otro punto.

Veinte días le costó recuperarse de aquella macabra sesión de sufrimiento. Casi todo su cuerpo se infectó. La piel era un guante de fuego y espinas. Ingreso en abismos de dolor imposibles de resistir para cualquier ser humano. Donde no tuvo segundos de respiro. Cuando la carne no le ardía o le dolía, le picaba tanto que, de no resistirlo, se la hubiera arrancado con un rastrillo. Sin dormir y asediado por una fiebre que arrasaba su espíritu se sumió en pesadillas. Pesadillas donde no resistía y abandonaba el reino de los vivos sin estar preparado todavía para ingresar en el de los muertos como el realmente quería.

Cuando por fin su cuerpo comenzó a respirar y las heridas empezaron a deshincharse y, las cicatrices a cerrarse, celebró su triunfo mudándose a su nueva fábrica del dolor. Varios meses tuvo que esperar hasta que la piel se acomodó al tatuaje, hasta que su cuerpo se amoldó a su nuevo vestido. Pensó en asesinar al artista. Alucino con tatuarlo desnudo hasta la muerte, pero no con tinta, sino, con la sangre recogida de otra víctima. Era una idea muy intensa, difícil de no llevar a cabo. Sin embargo, desconsolado, desistió.

Seguramente me será de mayor utilidad mantenerlo con vida para cuando abandone la existencia, pensó. Una especie de memoria viva de aquella experiencia; para ingresar en la oscuridad mostrando mi cuerpo y teniendo el alma viva del artista como testigo. Además podía volver a necesitarlo para otro tatuaje

Por fin, cuando se sintió preparado, se paró frente a un espejo y desplegó la figura.

Era una obra maestra.

Un paso importante para ganarse el respeto en el reino de los muertos.

Pocos podrían disputarle el trono al señor del dolor, se dijo. Ahora tenía un arma poderosa bajo la manga.

Su esencia.

El miedo ancestral del hombre.

Elizabeth eligió el camino más corto hasta su hogar. Dentro del auto la calefacción vencía al frío y la rodeaba un silencio opresivo, de muerte. Para combatirlo encendió la radio; Magdalena ensayó una leve protesta, pero sólo se limitó a aumentar la intensidad de la calefacción.

Las noticias hablaban de un accidente nocturno en la ruta a dos kilómetros de la rotonda de entrada a la ciudad. Un micro de larga distancia había envestido un automóvil particular. El auto era un amasijo de hierros retorcidos; todos sus tripulantes habían perecido.

– Dios mío. Qué terrible –acotó Magdalena.

– Deberían cerrar las rutas los días de niebla –agregó Elizabeth y se acomodó el pelo oscuro y artificialmente ondulado en un gesto de enojo. Tenía siempre una mirada animada y decidida; con sus ojos oscuros y penetrantes solía mirar directamente a la cara, tanto cuando hablaba como cuando escuchaba. Los contornos del rostro y unas pequeñas arrugas que habían aparecido en los parpados y en las comisuras de la boca no hacían más que acentuar los rasgos de una mujer acostumbrada a luchar pero, igualmente, aún conservaba esa extraña belleza que tanto resultado le había dado cuando era una adolescente. Un aire de misterio y sensualidad casi esotérico.

La radio continuaba con el relato del accidente.

El micro se había volcado luego de embestir al automóvil; hasta ese momento tres de los pasajeros habían fallecido además del chofer. El locutor le preguntaba a la periodista si se conocían las causas del accidente. La periodista le contestó que al parecer, por relatos de alguno de los pasajeros, el chofer se había quedado dormido. Enseguida las armas apuntaron a la empresa contratista de los micros. Incluso un ex chofer de micros aducía que las empresas ahogaban a los chóferes sin darles las horas de descanso necesarios. Tenían menos micros, menos empleados pero mayor cantidad de turnos.

– Son todas mentiras –agregó Elizabeth– No saben nada, no hace más de una hora que ocurrió el accidente y ya están inventando las causas. Fue la niebla. Para que tantas vueltas y chivos expiatorios.

Los heridos fueron llevados con urgencia al hospital zonal. El hospital donde trabajaba Elizabeth como jefa de enfermeras. Años de trabajo, de soportar días enteros de guardia habían rendido su fruto, era la enfermera más querida, casi una institución, pese a tener tan solo cuarenta años.

Aunque ese sábado era su día de franco le extrañó que no sonara su “bíper”, que no la llamaran desde el hospital. Aunque ella sabía cuál era la verdadera razón. Todo el mundo en el hospital sabía que ese sábado Elizabeth lo tenía reservado para su hija.

Elizabeth aminoró la velocidad y miró de reojo a su hija. Abrió los labios para decirle algo, pero Magdalena se le adelantó

– Ya se ma. Querés ir al hospital. Te crees que no lo sé.

– Perdoname pero.

– Pero nada ma… No tenés que pedirme perdón. Acordate lo que decía de vos en el colegio cuando era más chica, cuando me preguntaban de qué trabajabas y yo les contestaba que de salvavidas. ¿Te acordás? Todos se confundían pensando que trabajabas de bañera guardavidas en una playa…

Las dos rieron recordando esos episodios.

– Siempre me he sentido orgullosa del trabajo de mi madre… Siempre

– Gracias mi amorcito yo también estoy muy orgullosa. Te dejo en casa. Hay comida hecha en la heladera y…

– Ma…

– ¿Qué?

– Basta… Ya estoy grande, sé manejarme sola. No te preocupes.

Lo sabía. En realidad nunca se había percatado de cuándo había crecido, pero ya era toda una mujercita.

– Bien. Pero no salgas ni le habrás la puerta a nadie. Vas a estar toda la tarde sola. Si tenés algún problema me llamas al hospital. ¿Sí? Estamos de acuerdo.

– Si ma.

Continuaron todo el camino hablando y, sin percatarse, llegaron a la casa. Magdalena bajó, rodeó el auto y le estampó un beso ventosa en la mejilla a través de la ventanilla baja. Elizabeth esperó que entrara en la casa, tocó la bocina y arrancó derritiendo caucho.

Magdalena entró, cerró la puerta y se quedó en el umbral.

Inmóvil.

De inmediato el silencio de la soledad la abrumó y se lamentó de no haberle pedido permiso a su madre para invitar una amiga.

No le gustaba quedarse sola en la casa. Aunque fuera de día.

Todavía seguía creyendo en fantasmas, aunque no lo decía.

Iba a ser una tarde larga, pensó.

Sintió escalofríos y corrió hasta su habitación y encendió la televisión para derrotar el silencio.

El sol se escondía detrás de una súplica de nubes cargadas de lluvia.

El viento aullaba por debajo de la puerta como los gemidos de una ambulancia lejana transportando su carga de muerte, o las pretensiones de una vieja bruja.

En la lejanía un auto se detenía y apagaba el motor.

Recostado sobre la cama del motel, apoyando la cabeza sobre los brazos cruzados, Abadón observaba el movimiento de los automóviles reflejado en el techo de la habitación mientras mordisqueaba un bombón de chocolate con relleno de café.

Le fascinaban los bombones, todos los días comía varias docenas y a veces era el único alimento que ingería en semanas, además de vasos de leche fría.

Una lluvia de recuerdos desfilaba por su mente. Recuerdos de viejos episodios de su existencia. De todos ellos Abadón extraía experiencias. Incluso de aquellos en los cuales no se había sentido pleno. Como aquel suave muchacho universitario estudiante de derecho que tenía un rostro casi perfecto, como el de un niño de doce años y unas manos desacostumbradas al trabajo pesado. Debía tratarse de uno de esos hombres modernos que se cuidan la piel casi tanto o más que las mujeres. Lo había llevado hasta la segunda fábrica como él la llamaba o el templo del dolor como solía llamarlo cuando atormentaba a sus víctimas. Lo ató a una silla y durante varias horas le fue retirando pedazos de piel con una precisión quirúrgica.

Ahora mismo puedes terner el libro

completamete gratis Quiero el libro

Visita mi blog http://misescritosdrlg.blogspot.com

No hay comentarios:

Con la tecnología de Blogger.